¿Soy yo de este mundo?
Recordemos las palabras de Jesús a Pilato:
“Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí” (Juan 18.36).
Si había existido alguna duda en la mente de Pilato sobre la naturaleza revolucionaria del reino de Cristo, no debe haber quedado ninguna después de escuchar aquellas palabras. Era un reino que no se defendería —mejor dicho, no podía defenderse— con la espada. Pilato no tenía nada que temer de Jesús. El reino de Jesús no iba a derrocar al imperio al cual Pilato servía; al menos no durante su vida y mucho menos con las espadas terrenales. El reino de Jesús no era de este mundo. Dicho reino dependía exclusivamente de un poder sobrenatural para su preservación, no del poder terrenal.
No sólo el reino de Cristo no es del mundo, sino que sus ciudadanos tampoco son del mundo. Un poco antes de ser arrestado, Jesús había orado por sus seguidores:
“Yo les he dado tu palabra; y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo” (Juan 17.14–18).
Por tanto, si vamos a ser seguidores de Jesucristo, tenemos que “no ser del mundo”. ¿Quiere esto decir que debemos retirarnos a la cima de alguna montaña inaccesible o a un refugio en el desierto? De ninguna manera. Por cuanto Jesús dijo que él nos envió al mundo. No nos envió lejos del mundo, sino al mundo.
Pero si hemos sido enviados al mundo, ¿cómo evitamos ser “del mundo”? Juan explica: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Juan 2.15–17).
Así que, “no ser del mundo” significa que vivimos en el mundo pero estamos muertos a todas sus atracciones. Somos simplemente peregrinos que pasamos por el mundo, pero no lo convertimos en nuestro hogar. Como Juan nos dice, no tiene sentido hablar de cuánto amamos a Jesús mientras amemos al mundo. No ganamos nada con fijar pegatinas de Jesús en todas partes de nuestros autos y hogares… si amamos al mundo. Porque si amamos al mundo, no amamos a Jesús.
Como Santiago dice: “¡Oh almas adúlteras! ¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (Santiago 4.4).
Por esta razón, ni Jesús ni sus discípulos hablaron de semejante cosa como una “nación cristiana”. En realidad el término es un oxímoron, como decir “silencio estridente”. La palabra “cristiano” siempre debe aplicarse a personas y cosas que no son “de este mundo”. Por otra parte, a menos que nos refiramos al reino de Dios, la palabra “nación” siempre debe referirse a algo “de este mundo”.
A través del Nuevo Testamento, Dios le da a su pueblo instrucciones sobre cómo ellos deben actuar en los distintos ámbitos de autoridad. Él les da instrucciones tanto a los esposos como a las esposas, a los amos y a los siervos, a los padres y a los hijos, a los pastores y a los miembros del rebaño que ellos pastorean. Sin embargo, cuando se trata de los gobiernos terrenales, es muy diferente. El Nuevo Testamento sólo contiene instrucciones para los súbditos cristianos, nunca para los gobernantes cristianos. Si Dios hubiera pretendido que hubiesen gobernantes cristianos, ¿por qué no se les dio ningunas instrucciones a ellos?
BENDICIONES
FUENTE: www.laiglesiaprimitiva.com
Tomado del Libro: EL REINO QUE TRASTORNÓ EL MUNDO de David Bercot.
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